
Hay ocasiones en las que los silencios resultan mucho más elocuentes que las palabras, por bien escritas que estén o por muy convincentes que suenen.
Hay veces en las que la emoción resiste cualquier tipo de análisis, momentos mágicos en los que la pantalla transmite algo que se te mete por los ojos y va directamente a lo más profundo, a tu corazón, a tu estómago o a donde sea que se esconde esa parte de nosotros que no entiende de razones y explicaciones, que se limita a sentir y a conectarse con una emoción pura que rompe la barrera entre creador y destinatario de la obra convirtiendo a este último en cómplice de ese misterio que rodea a algunas películas que parecen hechas expresamente para uno mismo.
Suelen ser obras que apelan a lo más elemental, al tema más universalmente retratado (no ya por el cine, sino por cualquier manifestación artística) y al mismo tiempo, fuente inagotable de historias: el amor, la necesidad de afecto, la huida de la soledad, de ese vacío emocional que parece tan intrínseco al ser humano.
No existe aspiración más humana y universal que esa necesidad de compartir, de crear, de sentir y abandonarse en el que está a tu lado, más allá de su condición de pareja, amante, esposo, objeto del deseo o casual coincidencia en tu vida.